CAPÍTULO 11. LA TABERNA
Tengo una vieja foto. Bueno, realmente tengo muchas. De hecho conservo fotos de casi todo y de todos. De cuando jugaba al fútbol. De cuando mis hijos eran pequeños. En fin, de muchísimas partes de mi vida, pero esta de la que hablo es algo especial. Es una foto de cuando mi padre tenía la taberna en la Puebla. En ella está mi padre con mi hermano Antonio detrás de la barra, mientras al otro lado Carlillo sonríe a la cámara junto a un hermano de mi madre, mi tío Manolito, padre de Macarena del Río y un señor que recuerdo que era guardia civil retirado. Mirando aquella fotografía mi mente se retrotrae a aquellos días con una nostalgia agridulce. Y es así porque, aunque fueron días felices para mí, no dejo de reconocer que a la vez eran tiempos duros en los que vivir.
La foto para el recuerdo…
Mi padre había sido un trabajador toda su vida. Tenía muchísimas amistades. Había dado trabajo a muchísimas personas y eso se reflejó en la abundante clientela que llegó a venir a nuestro establecimiento. Había luchado lo indecible para conseguir que aquellas tierras en las marismas que los catalanes les habían cedido funcionaran y fueran rentables. Como ya he contado antes, cuando por fin lo consiguió, cuando estaban siendo verdaderamente fructíferas, los dueños de los terrenos volvieron a reclamarlos y aunque no se hicieron con todos porque nos dejaron una pequeña parte, ya no eran el poder económico que mi padre necesitaba para vivir. Ellos se quedaron con la parte de las tierras del margen del río que daba a Sevilla. Las del otro margen las seguimos explotando nosotros. Mi hermano mayor Francisco se hizo cargo de la dirección de los trabajos del campo. Y en el centro de todo, en el corazón de esa fotografía y de aquellos años, estaba la propia taberna. Un lugar que nació de la necesidad, pero que pronto se convirtió en mucho más.
Papá tuvo que reinventarse y, como buen emprendedor que era, no tuvo más opciones. No fue por capricho. Usó parte de nuestra enorme casa y la convirtió en una taberna. No sé si era consciente en aquel momento de lo que llegaría a significar aquel sitio, pero sin lugar a dudas llegó a convertirse en el centro neurálgico de toda la vida social del pueblo. Recuerdo que estaba siempre llena de gente. Mi hermano Antonio y yo, los futbolistas de la familia, nos encargábamos de las labores de la taberna. Éramos los que estábamos libres porque mis hermanos Eugenio y Venancia montaron una droguería.
La taberna no tenía nombre oficial. Todo el mundo la conocía como “La Taberna de Currito el del puente” que era como llamaban a mi padre por aquel entonces. Todo era porque mis abuelos vivían en un lugar en el que había un puente que era el único sitio por donde pasar para cruzar las marismas y por eso se ganó ese apodo.
Hablar del bar de mi padre daría para un libro entero. La de cosas que llegué a vivir allí. Es a la vez increíble y entrañable. Para empezar os contaré que el vino que servíamos nos lo traían de Bollullos del Condado, de Bodegas Camacho en Huelva. ¡Y qué vino! Era una auténtica delicia que a todos les gustaba. Recuerdo que llegaban en garrafas. Nosotros teníamos un barril de 200 litros de donde despachábamos el vino directamente. Mi padre ideó una forma de enfriar el vino que en aquellos tiempos era todo un avance tecnológico aunque nadie era consciente de ello. En una caja de madera de cervezas hizo que un fontanero le colocara un serpentín de plomo que se conectaba al grifo del barril y en la caja había otro grifo y le puso nieve con lo que el vino salía muy fresquito.
Sin embargo, aquel bendito caldo traía un importante “desperfecto” y era que tenía una graduación muy alta de 11 grados. Eso significaba que nuestros clientes entraban en la taberna, se tomaba un par de vinos y ya estaban completamente borrachos. Pensándolo bien, puede que por eso aquel establecimiento se llegara a hacer tan famoso, pero el caso es que recuerdo lo que decía mi padre.
—¡Esto no puede ser! —decía— Todo el que entra y echa un par de tragos acaba para el arrastre. Tenemos que hacer algo…
Y algo tuvimos que hacer, así que mi padre decidió que sería buena idea “bautizar” el vino y rebajarlo un poco. No por engañar a nadie realmente, sino por una cuestión de responsabilidad para con sus clientes.
Y junto al vino, teníamos otro producto del que yo era el encargado: el vinagre. Donde años antes habíamos estado almacenando el arroz que nos proporcionaban las marismas, nuestras antiguas cuadras, ahora había tres barriles de 500 litros. En el primero teníamos vinagre madre. Totalmente virgen. En el segundo uno un poco más hecho y en el tercero el que nosotros elaborábamos. Las amas de casa venían a por vinagre y se iban dejando un olor a su paso de aquel producto tan magnífico. Recordar el olor del vinagre trae a mi memoria recuerdos y sensaciones inolvidables. Aquellas caballerizas tenían un portón enorme y una pequeña puerta que era por donde se entraba al almacén. Cuando llegaba el verano abríamos el portón y yo regaba el suelo con una manguera. El piso era de hormigón y cuando estaba mojado allí se estaba de maravilla.
Como digo son tantas las cosas que pasaron en aquel sitio que me podría llevar el resto de mi vida hablando. Por ejemplo, servía como oficina de empleo improvisada. Los jornaleros se reunían allí durante la noche a tomar sus copas y los patrones también y en medio de tanta vida social se creaban acuerdos y contratos importantes.
Recuerdo también los eventos que se llegaron a celebrar y muy especialmente una boda gitana que mi padre, en un alarde de valentía sin igual, decidió que se podía celebrar allí. Y digo valiente porque aquello fue increíble. No había visto tal acumulación de personas en una celebración en toda mi vida. Tantísimos gitanos, venidos de todas partes. Era algo digno de ver. Y el caso es que cuando la novia bajó por las escaleras que conducían a las habitaciones de arriba después de que le sacaran el pañuelo, todos los allí reunidos, no es que empezaran una juerga, ya que llevaban tiempo en ella, pero sí pusieron más énfasis en divertirse. Cantaban, bailaban y bebían como si no hubiera un mañana. La celebración fue memorable.
Y tal y como entraba la alegría en nuestras vidas también entraba la desgracia. El 20 de enero de 1960 un tío mío, Pepe Díaz, que era picador de toros, tomó allí su última cena. Al día siguiente, en un accidente aéreo en un viaje a América que hacía junto al torero Chicuelo II, perdió la vida cuando sobrevolaban Jamaica. Él y todos los que le acompañaban. Aquella noche yo mismo les estuve sirviendo la comida que tomaron en un reservado que mi padre tenía allí y que usaban para cantar flamenco y para proteger a los clientes que lo solicitaran de cualquier mirada indiscreta.
Y también gente muy famosa, como la actriz Sonia Bruno, esposa del jugador del Real Madrid, Pirri, que llegó con su compañía de teatro para celebrar una comida que le había organizado el hijo de Blas Infante en la taberna.
En fin, como ya os he contado, el bar era un baluarte de la vida social de la Puebla. Y sin embargo, yo recuerdo más el comportamiento de mi padre con la gente. Vi muchas veces hasta donde podía llegar la generosidad de mi progenitor. En aquel tiempo tuvimos un año en el que se llevó lloviendo casi sin parar tres meses y claro, en un municipio donde gran parte de su población trabajaba en el campo, una situación como esa era un auténtico desastre para su forma de vida. Los jornaleros no tenían trabajo porque el campo estaba impracticable y venían a pedirle dinero a papá porque no tenían ni para comer. Y él, que como ya os he dicho era alguien muy bondadoso, les daba algo de dinero para que pudiesen seguir adelante. Todavía tengo amigos de aquella época que me agradecen a mí todo lo que mi padre ayudó a sus familias.
Mi padre fue un hombre admirable. Valiente. Trabajador. Que supo sacar a su familia adelante y supo educarnos para que fuéramos las personas que somos ahora. Si yo soy querido por mis vecinos y conciudadanos de la Puebla del Río, es porque me enseñó cómo tenía que ser para no dejar a nadie en la estacada si necesitaba ayuda. No solo le debo mi vida, le debo más de lo que nunca podría pagarle. Y aún así, la vida no tuvo miramientos con él. Poco después su existencia se convertiría en un calvario. Para él, para nosotros y sobre todo para mi madre. El destino le tenía reservada una enfermedad que destrozaría sus ganas de vivir.