capítulo 3. el trillo maldito
Siempre digo que conmigo hicieron un milagro. Cuando pienso en lo fácilmente que podía ponerme en peligro, tanto yo como mis hermanos, en aquellas marismas húmedas y en ocasiones cenagosas, no dejo de entender que al fin y al cabo he tenido suerte de salir con vida de aquel sitio. Y es que parece que incluso podría estar inventando esta trama tan extraña, curiosa y poco habitual, pero no. Todo ocurrió en gran medida como lo cuento yo o al menos así lo recuerdo. Mi hermano Manuel murió en aquel río y yo también estuve a punto de hacerlo, pero alguien me salvó en el último momento.
Tengo el recuerdo de mi infancia difuso. Mezclado entre ilusiones y realidades que sí llegaron a ocurrir y, antes de que mi familia se trasladase por fin a vivir a la Puebla del Río, ocurrió otro infortunio, o no, porque al fin y al cabo pude escapar vivo. Y aún así, no cabe duda que fue algo que marcó mi vida y que a día de hoy lo sigo considerando un auténtico milagro. Como ya he contado, nosotros trabajábamos la tierra. Todos. Desde muy pequeños. Si alguna organización actual de los derechos de los menores pudiera viajar en el tiempo a aquella época se habrían escandalizado sin duda ante el panorama que se les presentaba. Criaturas de apenas seis años haciendo labores agrícolas durísimas que un niño nunca debería llegar a tener que hacer, pero en aquellos tiempos no había otra opción. Eso no convertía a mis padres en maltratadores de la infancia. Era absolutamente normal. Pues bien, mi padre como digo, sembraba melones, cereales, etc… y hubo un tiempo en el que también teníamos habas. Pero no habas para consumo humano. Las dejábamos secar para luego convertirlo en pienso para el ganado y entre otras cosas había que trillarlas. Separar el trigo de la paja.
Aquel día un sol de justicia bañaba nuestro lugar de trabajo. El aire apenas daba señales de vida y el calor era sofocante. Contaba yo con apenas seis o siete años y mientras mi padre, mis hermanos y yo nos dedicábamos a las labores del arroz, quitando las malas hierbas, un trabajador estaba trillando las habas con un trillo. Un trillo era una herramienta agrícola de la época. Es un tablero grueso, hecho con varias tablas de forma rectangular o trapecial, con la parte frontal algo más estrecha y curvada hacia arriba como si fueses un trineo y cuyo vientre está guarnecido de esquirlas cortantes de piedra o de sierras metálicas. El proceso era sencillo. Una vez las habas estaban secas se esparcían en un área de terreno adecuada. Al pasar el trillo varias veces, iba triturando las vainas secas y separando los granos del resto de la planta dejándolas limpias de polvo y paja. Si bien las dimensiones de los trillos variaban, en España solían tener hasta dos metros de largo y metro y medio de ancho aproximadamente. Pues bien, el operario del trillo cantaba a los cuatro vientos mientras hacía su trabajo y no se percataba que detrás suyo el artilugio no paraba de dar botes y de menearse de forma estrepitosa. No recuerdo muy bien qué cantaba. Pero sí me acuerdo que su voz llegaba hasta nosotros como un susurro. Como el sonido de un viejo transistor al que ya le cuesta trabajar.
—¡Por Dios! —exclamó papá— ¿ese hombre no se está dando cuenta de que de esa forma no va a conseguir que el trillo haga lo que tiene que hacer?
Mis hermanos y yo observábamos lo que papá nos decía y mi hermano mayor, Francisco, dijo:
—¿Qué hacemos? ¿Cómo lo avisamos?
Mi padre nos recorrió a todos con su mirada y cuando llegó a mí me señaló con el índice de su mano derecha.
—Luis —dijo—, tú eres el más pequeño. Corre y súbete al trillo. A ver si así conseguimos que haga algo. Ten cuidado.
Yo por mi parte estaba encantado de que mi padre confiara en mí para una tarea que parecía importante. Era como si de pronto hubiera decidido que debía entrar en un juego de hombres.
Emprendí el vuelo corriendo como si no hubiese nada más importante en mi vida que no fuese alcanzar aquel trillo y, aunque estaba un poco lejos, lo alcancé pronto. Sin lugar a dudas estaba ante una bestia amenazante. Como un dragón legendario con aquellos dientes de metal o de lo que fueran que aunque lo único que hacían era separar el grano de la paja a mí me parecía en aquel momento algo a la vez fascinante y peligroso. Aquella condenada herramienta no paraba de botar y dar porrazos mientras el agricultor que conducía a las bestias que tiraban de él, cantaba coplas como si no hubiese un mañana y sin mirar hacia atrás ni una sola vez. Reduje mi velocidad para poder ponerme a la par que el trillo. Salté. Volé por el cielo. Y aterricé. O esa era mi intención. Pero no. El mundo se convirtió en una tempestad de polvo y dolor. Si hubiera pasado hoy habría achacado todo aquello a que la famosa ley de Murphy había vuelto a hacerse realidad. Había un tanto por ciento mínimo de que mi pie se enganchara en la tabla del trillo y me impidiese hacer lo que papá me había ordenado satisfactoriamente. Sin embargo, parecía haber alguien arriba que quería que la familia Bejarano dejase de ser numerosa y estaba intentando por todo los medios a su alcance que yo compartiese el fatal destino de mi pobre hermano Manuel. Mi pie derecho se quedó atrapado entre la tabla y las cuchillas de trillo y por más que lo intenté no había forma de desatascarlo. Y esto significaba que todos y cada uno de los vaivenes y botes y golpes que el trillo daba iban acompañados de los míos, como si ambos nos encontráramos inmersos en una extraña danza sin sentido y que, si alguien no lo impedía, iba a acabar con mi vida con total seguridad.
Un antiguo trillo agrícola. Os podéis imaginar lo mal que tuvo que pasarlo Luis…
Mi padre y mis hermanos mientras tanto eran testigos confusos y atemorizados te todo cuanto ocurría. Papá comenzó a gritar como si por hacerlo con tanto ímpetu pudiera ocupar mi lugar. Estaba muy lejos del trillo y el viento y el cante del operario impedían que este pudiera oírlo. Yo, mientras tanto, tenía la sensación de que el tiempo se ralentizaba y que llevaba allí toda una eternidad dando botes con mi pié siendo triturado por aquel artilugio del demonio. Sin embargo, mi padre no se rindió y lo que consiguió hacer en aquel momento parecía magia. Viendo que no había nada desde donde estaba que pudiera arreglar aquella situación, hizo lo único que sí podía llevar a cabo: correr. En aquel momento me pareció que toda su existencia había transcurrido para que esa acción se convirtiera en la más importante de su vida. Correr como si se hubiera mimetizado con el viento, como si no formase parte del mundo real y fuese más veloz que el mismo transcurrir de los minutos. No sé cuánto tardaría en alcanzar a las bestias y evitar que continuaran haciendo su trabajo. Mi padre corría, y a su lado, impotente, intentaba seguirle el paso mi hermano Francisco, con el rostro desencajado por el pánico de ver repetirse la tragedia en nuestra familia. Probablemente a mí me debió de parecer muy largo, pero la realidad es que fue cuestión de segundos. A fuerza de coraje y determinación consiguió salvarme la vida.
Enseguida papá fue a preocuparse por mí. Yo no paraba de gritar. Tenía el pie hecho puré y me dolía mucho o puede que fuese la impresión de ver tanta sangre, pero el caso es que no paraba de chillar como si me fuera la vida en ello.
—Tranquilo, Luis, hijo —dijo mi padre con toda la calma que podía albergar en ese momento—, te vas a poner bien.
Luego me cogió en brazos mientras trataba de no escuchar las sinceras disculpas que el operario del trillo trataba de volcar sobre mi padre. Con un ademán pidió que guardara silencio.
—Hay que hacer algo. Tiene el pie hecho polvo.
Varios trabajadores se acercaron al percatarse que algo grave estaba ocurriendo. Alguien dijo que tenían vinagre y trajeron un balde con agua. El desinfectante universal a mi servicio. Sentí el chorro de vinagre en mi pie como si fuera una porción del sol que me estuviera abrasando. Luego trajeron un trozo raído de una sábana vieja que había estado secándose al aire libre. Su tacto era áspero y me pareció que su roce era como si fuera un papel de lija. En aquel lugar perdido entre los juncos, el río y nuestra voluntad de prosperar y sobrevivir no había gasas estériles ni nada que pudiera parecerse mínimamente a eso.
Pero papá era consciente de que aquello no sería suficiente. Necesitaba un hospital o al menos personal médico cualificado que pudiera arreglar mi maltrecha extremidad. Estábamos en una isla entre aquellas marismas aislados nunca mejor dicho. No teníamos ningún vehículo de motor en el que poder transportarme de forma rápida. Mi padre solo tenía un carro tirado por bestias que no era ni lo más idóneo ni lo más veloz. Imagino cómo debió sentirse viendo mi pequeño pie y mis dedos de aquella manera. Me levantó del lugar donde me habían estado haciendo aquella cura de urgencia improvisada y salió corriendo en dirección al río. Había que llevarme a la Puebla y allí el practicante podría hacer algo mejor por mí. Al llegar a la orilla miró en todas direcciones. Buscaba con ahínco el barco. Un barco que se dedicaba a llevar a las personas con sus cargas y sus cosas desde allí hasta la Puebla. Esta era una práctica bastante común en zonas rurales con cuerpos de agua importantes como ríos y marismas, donde no había puentes o infraestructura adecuada para vehículos. El barco servía como medio de transporte esencial para los viajeros y habitantes de la región.
En el caso de Puebla del Río, que está ubicada en una zona de marismas y rodeada por ríos, el uso de embarcaciones para cruzar a otras áreas, especialmente durante las primeras décadas del siglo XX, era una práctica muy habitual. Los habitantes de la isla, que vivían rodeados de agua debido a las marismas y el río, necesitaban medios para acceder a otras zonas, como la propia Puebla del Río o localidades cercanas. Yo ya no gritaba. La explosión de dolor que había sentido al bajarme del trillo se había convertido en un dolor nuevo punzante que hacía que mi llanto sonase más ahogado y distante. Poco a poco, el sonido esperanzador de las paladas de los remos del barco acercándose sosegaron un poco el corazón atemorizado de mi padre. Más que un barco, aquello era una barcaza. Como un enorme bote lleno de personas. La gente que iba a bordo enseguida se preocuparon por mí y ayudaron a papá en lo que podían. Hubiera sido mucho más rápido y práctico tener una buena barca con motor que me llevase hasta mi salvación en mucho menos tiempo, pero era lo que había. Aquel barco parecía triste y lánguido dejándose arrastrar sobre aquellas aguas tan solo con la fuerza de los remeros y el ímpetu del viento y para mí fue como si la eternidad se hubiera congelado alrededor de mi pie herido. Me dolía tanto que ya no sabía si llorar o intentar arrancarme mi extremidad. Era un dolor infernal. Aunque la realidad es que no lo recuerdo, sé que me debió doler muchísimo, pero afortunadamente mi mente consiguió hacerme olvidar aquella sensación. Poco a poco la embarcación llegó por fin a su destino. Entonces, con premura, me llevaron a casa del practicante. Papá iba gritando pidiendo ayuda cuando cruzó el umbral de la puerta del edificio. En ese momento apareció mi salvador.
—¡Dios santo!—exclamó—¿Pero qué le ha pasado a esta pobre criatura?
El hombre, un señor con pinta afable y tranquilizadora acarició mi cabeza intentando sosegar un poco el pánico de mi corazón. Recuerdo que en aquel momento para mí fue como un bálsamo que extinguía de mi mente el miedo o la incertidumbre.
—Tranquilo, pequeño, voy a hacer todo lo posible porque puedas seguir correteando por aquí sin problemas.
No sé realmente si mi vida estuvo en verdadero peligro aquel día, pero lo que es seguro es que salvó mi pie.
Y no solo eso, aquel buen hombre tenía en su propia casa la llave para conquistar mi corazón, aunque en aquel momento no era consciente de ello. Décadas después me casé con su hija.
APÉNDICE (O NOTA DEL AUTOR):
Después de que Luis leyera este capítulo ya publicado, me compartió un detalle fundamental que él había pasado por alto y que arroja una nueva luz sobre la escena del accidente. Un detalle que no altera los hechos, pero sí nuestra comprensión de ellos.
El operario del trillo era sordo.
Esta revelación transforma al personaje: de ser un hombre distraído, pasa a ser un hombre aislado, ajeno por completo al drama que se desarrollaba a sus espaldas. Los gritos de auxilio y de advertencia se desvanecían antes de poder llegar a él. Os invito a reimaginar la escena con esta pieza clave del puzle en mente. Es un recordatorio fascinante de cómo la memoria se construye en capas, y de cómo una sola palabra puede cambiarlo todo.