CAPÍTULO 2. FUEGO EN EL CIELO.
Tengo, como es natural, los recuerdos de mi infancia algo difuminados. Cuando se vive tanto tiempo, es inevitable que tu memoria no atrape los recuerdos con la fuerza que debería, y a veces me cuesta encontrar las palabras justas para recrear cada momento. Sin embargo, el acontecimiento que me dispongo a narrar lo tengo en mi mente como si hubiese sucedido ayer.
Fue un típico día de verano por tierras andaluzas. Corría el 18 de agosto de 1947 y nos encontrábamos todos tomando el fresco al aire libre en casa de un hermano de mi padre, a quien habíamos ido a visitar después de otro día de duro trabajo en el campo. El calor de la tarde se había disipado y una brisa suave, que llegaba desde el río cercano, hacía que el ambiente se volviera más llevadero. Aunque el reloj ya marcaba casi las diez, el crepúsculo aún iluminaba el cielo con una luz difusa y la noche no había caído por completo. Yo, que solo tenía cinco años por aquel entonces, jugaba dándole patadas a una piedra mientras todos los demás charlaban apaciblemente y mis hermanos andaban a sus cosas. Todo parecía transcurrir como era de esperar, sin embargo, eso estaba a punto de cambiar.
Luis haciendo ciclismo por el Parque de María Luisa
No recuerdo si sentí antes la sacudida o el fogonazo en el cielo. La naturaleza se había vuelto loca aquella noche y parecía que estaba amaneciendo antes de tiempo. La luz era tan intensa que nos impedía apartar la vista. Mi madre, con el rostro lleno de preocupación, nos instaba a alejarnos de allí con un tono de urgencia que no comprendía del todo. Un estruendo ensordecedor siguió al resplandor, y una inmensa nube de humo se alzó desde el horizonte, ocultando las estrellas que comenzaban a aparecer en el cielo. Recuerdo que mi padre mencionó algo sobre una "bomba atómica", pero para mí, solo había miedo y confusión.
Más tarde supe que lo que había sucedido estaba lejos de ser un ataque desde el cielo. A casi noventa kilómetros de distancia, en Cádiz, había estallado un polvorín militar. En julio de 1943, la Base de Defensas Submarinas había recibido una carga de armas alemanas que el gobierno español almacenó para prevenir un posible desembarco aliado en las costas andaluzas. La Segunda Guerra Mundial había terminado casi dos años antes, y el régimen franquista había quedado aislado tras la derrota de sus aliados. La Armada Española acumulaba estas armas en las instalaciones de la factoría Echevarrieta y Larrinaga, convertida en base militar. Aunque la causa exacta del estallido permanece en el misterio, se cree que las cargas estaban llenas de algodón pólvora, un explosivo antiguo que puede descomponerse espontáneamente si no se conserva adecuadamente.
Para un niño de cinco años como yo, toda esta información era incomprensible. Solo podía percibir el miedo en el rostro de mis padres y la visión sobrecogedora del cielo enrojecido. Eran tiempos duros en España. Nos encontrábamos en plena posguerra. La Guerra Civil y el hecho de que los aliados de Franco hubiesen sido derrotados en la Segunda Guerra Mundial hizo que nuestro país prácticamente quedara aislado del mundo. Era como si realmente no fuéramos importantes. Había mucha hambre y miseria en las calles, aunque nosotros, afortunadamente, no pasábamos estrecheces ni teníamos que tirar de cartillas de racionamiento. Vivíamos del campo, y éramos afortunados de poder abastecernos con lo que nos proporcionaban las tierras de mi padre y el ganado. Realmente, como digo, yo era muy pequeño y no me percataba de nada de eso. Mi única preocupación era terminar de hacer lo que mi padre me mandara para irme a jugar cuanto antes.
No sé qué pasaría por la cabeza de mi madre el día de la explosión, pero seguro que nada bueno. Recuerdo lo que mis padres se amaban. Todo era cariño y buenas palabras. Me pregunto cómo hubiesen sido sus vidas de no haber fallecido Manuel de forma tan trágica. Se me encoje el corazón y la visión se me enturbia, fruto de esas lágrimas que pugnan por salir. Imagino que aquella noche estaba aterrorizada por pensar que sus hijos podían sufrir algún percance, y la idea debió estremecerla con un terrorífico y helado escalofrío.
Supongo que haberse encontrado en tantas situaciones de peligro con sus hijos pequeños en aquella época no hacía sino agravar más su angustia. Creo que llegó a odiar aquellas marismas y al maldito río que no solo le arrebató un hijo, sino también las ganas de vivir. No puedo ni imaginar qué pasaría por su cabeza, obligada a existir cuando quizás prefería no hacerlo, porque tenía otros cinco hijos que la reclamaban.
Sin embargo, aquella noche de la explosión, todo se quedó en un susto de considerables dimensiones. Estábamos demasiado lejos del epicentro de la catástrofe y tuvimos la fortuna de que no nos ocurrió nada. En Cádiz, por otra parte, todo era caos y muerte. Resultaba irónico que aquellos explosivos que se suponía que nos iban a defender de una invasión enemiga resultaran ser más devastadores que la supuesta invasión que jamás llegó a producirse. De haber ocurrido, poco habría podido hacer la Armada española frente a las tropas aliadas.
Aquella noche no dormimos. Nadie en la casa consiguió pegar ojo. Yo me quedé tumbado en un catre improvisado, con los ojos abiertos, mirando el techo y escuchando los susurros entrecortados de los adultos, que hablaban en voz baja creyendo que no entendíamos nada. Pero aunque no comprendiera las palabras, entendía el miedo.
Mi madre no dejaba de encender y apagar la lámpara de queroseno, como si con aquel gesto pudiera mantenerse ocupada y no dejar que su mente volara hacia lo peor. De vez en cuando, se asomaba a la puerta y miraba al horizonte, como si esperara que de repente la noche volviera a ser solo noche, y no ese cielo en llamas que había presenciado. Recuerdo que se sentó a mi lado y me acarició el pelo. No dijo nada. Solo me miraba. A veces sus labios se movían sin emitir sonido. Me costó años comprender que probablemente estaba rezando.
Mi padre, por su parte, mantenía la calma que se espera de un hombre en tiempos difíciles, aunque todos sabíamos que por dentro hervía de preocupación. Él también tenía miedo, claro. Pero era un miedo que se callaba, que se tragaba con saliva, que se disimulaba dando órdenes y sacando mantas para los niños. Era un miedo distinto al de mamá. El suyo era seco y áspero. El de ella, húmedo y palpitante.
Esa noche, por primera vez, sentí que el mundo podía ser un lugar peligroso incluso cuando no hacías nada malo. Incluso cuando solo eras un niño dando patadas a una piedra. Hasta entonces, creía que los peligros eran cosas que les pasaban a otros, en sitios lejanos, en los cuentos que nos contaban los mayores. Pero no. Esa noche entendí que el cielo también podía romperse encima de tu cabeza.
A la mañana siguiente, el aire seguía oliendo raro. A humo, a metal, a algo que no sabíamos nombrar. Pusimos la radio para ver si decían algo, pero no se oía nada más que música tradicional y una voz hueca que hablaba de calma, de seguridad, de que todo estaba bajo control. Nadie mencionó la explosión. Como si lo que habíamos vivido no hubiera ocurrido jamás.
Pero ocurrió. Y aunque no nos alcanzó directamente, nos dejó una huella invisible, como esas quemaduras que no se ven pero que siguen doliendo con el paso de los tiempo.
Años después, ya de adulto, supe que aquella explosión mató a más de 150 personas y dejó heridas a más de 5.000. Se llevó por delante casas, familias enteras, y llenó los hospitales de cuerpos cubiertos de metralla. La ciudad se llenó de escombros y gritos. Y mientras tanto, nosotros estábamos allí, a solo noventa kilómetros, creyendo que el mundo se acababa pero sin saber cuánto se estaba acabando para otros.
Mi madre jamás volvió a hablar de aquella noche. Nunca supe si fue por miedo, por dolor o simplemente porque había cosas que prefería no recordar. Pero yo no lo olvidé. Porque en medio de todo aquel caos, descubrí que la infancia también podía doler. Que crecer en un país roto tenía un precio. Y que, a veces, sobrevivir no significa salir ileso, sino aprender a cargar con lo que no se dice.