CAPÍTULO 1. MUERTE EN LAS MARISMAS

Y yo me pregunto: ¿qué ven tus ojos cuando estás a punto de dejar de existir y el agua inunda tu cuerpo, tus sentidos y hasta tu misma alma? ¿Será verdad eso que dicen de que, instantes antes de que todo ocurra, tu vida aparece ante ti como los fotogramas de una película? Y si eso es así, ¿qué ocurre si te mueres con tan solo siete años? ¿Acaso ese instante es más corto que si te pasa siendo un octogenario? Aunque lo he intentado, me resulta imposible ponerme en la piel de mi hermano Manuel. No puedo ni imaginar que pasaría por su cabeza en aquel momento de angustia que a todas luces le anunciaba que todo iba a acabar mal. ¿Quizás se preguntaba por qué todo era tan injusto? ¿O era demasiado pequeño para entender lo que era la justicia?

Nací como el hermano pequeño de una familia numerosa con ocho niños, aunque acabamos siendo seis porque dos de mis hermanos murieron al poco de nacer. Mis padres eran Francisco y Dolores y pasé parte de mi infancia en las marismas del Guadalquivir junto a mí familia, en la zona de la Isla, trabajando en el campo como uno más.

No tengo recuerdos de aquel fatídico día que marcaría la vida de toda mi gente y en especial la de mi pobre madre a la que casi nunca vi sonreír. Yo era apenas un bebé de dos años cuya conciencia todavía no había despertado. Mis tres hermanos mayores, Francisco, Antonio y Manuel habían decidido ir a la parcela del vecino a jugar. A todos les encantaba el fútbol y quedaron allí para darle unas patadas a un balón de trapos que constantemente tenían que estar reparando porque siempre acababa desbaratándose al poco de empezar a jugar. Después de haberse llevado toda la tarde jugando con otros chicos de su edad que se solían reunir en el mismo lugar, mis tres hermanos dejaron a sus amigos y volvieron a tomar el rumbo a casa. Caminaban los tres críos jugueteando entre risas y bromas infantiles, cuando, de repente Manuel comenzó a sentirse mal.

Luis de pequeñín sentado delante de la choza en la que vivía junto a su familia.

—Me duele la barriga...—dijo.

—¡Venga ya, enano!—contestó Francisco— ¿No podías haber hecho lo que fuera y no hacernos parar ahora?

—Es que... es que no me dolía ni nada, pero ahora me voy a cagar, te lo juro...

—Pues hazlo entre los matojos—Intervino Antonio—, pero que sepas que yo no te voy a esperar. Siempre estás igual.

—Ni yo tampoco—dijo Francisco—. Nosotros seguiremos adelante. Tú haz lo que quieras y date prisa que luego mamá me la forma a mí.

Su hermano mayor había declarado su sentencia de manera que Manuel no tuvo más remedio que asentir con resignación.

—Vale...

No se quedó a esperar a que sus hermanos se fueran. Se dio la vuelta con premura mirando a su alrededor buscando algún hueco mínimamente discreto donde poder aliviarse. Finalmente encontró el lugar perfecto entre la vegetación. Luego uso parte de esa misma vegetación para limpiarse, se subió los pantalones y emprendió el camino de regreso al lugar donde se había separado de Francisco y Antonio. Le fastidiaba bastante que no lo hubiesen esperado y no tenía intención alguna de que los dos se fuesen de rositas. Cuando llegase a casa se lo contaría todo a mamá.

—No pienso igual que tú. Arza es mejor que Campanal digas lo que digas.

Francisco hablaba con la autoridad que te confiere ser el primogénito de la familia. Caminaban ya de vuelta a la casa él y su hermano Antonio por el sendero que pasaba junto al río.

—Si yo no digo que Arza sea malo —contestó Antonio—. Es muy bueno, pero es que Campanal puede jugar de defensa también.

—¿Y qué? ¿Te crees que el Sevilla ha quedado tercero en la liga porque Campanal puede jugar en la defensa o por los 17 goles que ha marcado Arza?

—Sí, bueno… eso es verdad.

—Pues claro que es verdad. Soy tu hermano mayor. Yo siempre digo la verdad.

La tarde ya iba cayendo aunque el crepúsculo de la noche se resistía a llegar. Se levantó una suave brisa que refrescaba bastante el ambiente y a lo lejos se oía el crepitar de la vegetación cuando las briznas de hierba eran acariciadas por el viento.

—¿Y el enano dónde se habrá metido?—dijo entonces Antonio.

—Pues supongo —respondió Francisco— que se habrá entretenido con cualquier tontería. Si mamá no nos obligara a llevárnoslo… siempre igual, dando la lata. Estoy harto del pequeñajo ese.

Estoy completamente seguro de que mi hermano mayor se arrepentiría durante el resto de su vida de ese pensamiento. Continuaron caminando hasta que ya comenzaron a ver su casa. La choza donde vivíamos se recortaba en el horizonte. Ambos estaban deseando llegar cansados del camino y beber un poco de agua fresca.

Mi madre habría sido feliz de poder escuchar las quejas que Manuel a buen seguro tenía de mis dos hermanos mayores. Desgraciadamente sería algo que jamás llegaría a ocurrir. Los niños se retrasaban y mi pobre progenitora era un manojo de nervios y no paraba de gastar el suelo con las suelas de sus zapatos de tanto dar vueltas en el patio.

—¡No debería haberles dejado ir a ningún sitio! —mamá podía ser bastante enérgica cuando se enfadaba.

—Dolores, mujer —respondió mi padre—, todavía no es de noche. No te pongas nerviosa. Seguro que llegan antes de que oscurezca, además todavía es pronto.

Mamá asintió de mala gana con la cabeza. No podía evitar sentirse así. Siempre tenía esa sensación de peligro cuando sus hijos se separaban de ella.

De pronto se oyó el llanto de un niño.

—¿Ves? Ya has despertado a Luis, con lo que nos cuesta que duerma.

—Voy a ver qué le pasa, de todas formas mejor así o nos dará la noche.

Se levantó de la pequeña silla de nea donde se había sentado treinta segundos y se dirigió al interior de la choza donde estaba yo, que me encontraba sentado en un lecho de paja fresca mirando a mi madre con cara de no entender por qué estaba solo allí dentro. Mamá me recogió y me sostuvo en brazos para llevarme fuera y luego volvió a mirar al horizonte.

A lo lejos le pareció ver como mis tres hermanos se acercaban a la casa, sin embargo, cuando estuvieron más cerca vio que Francisco y Antonio volvían a casa sin Manuel e inmediatamente se le encendieron todas las alarmas.

— Pero bueno, Francisco —dijo mamá—, ¿cómo no estás pendiente de tu hermano? ¿Dónde lo has dejado?

— Ah, yo que sé, mamá —respondió Francisco—, de pronto se estaba cagando y bueno, lo dejamos que hicieras sus cosas tranquilo. Seguro que viene enseguida. No estaba tan lejos.

El rostro de mi madre se transformó en la representación del puro terror. Ella y mi padre cruzaron una mirada de pavor y mi padre se incorporó de donde estaba sentado.

— Tranquila, Dolores —dijo— voy a buscar a Francisco el pescador. Tiene que estar cerca y él nos ayudará a encontrarlo. Puede que todavía esté bien.

Mi padre y mi madre ya imaginaban lo que habría ocurrido. Papá salió corriendo como alma que tiene el diablo en dirección al río. Miró a su alrededor buscando algún atisbo del pescador por algún sitio. Después de unos cuatro minutos recorriendo el margen lo encontró.

—¡Paco! —gritó— ¡Paco, por favor!

Francisco al oír su nombre se giró hacia la orilla

—Hombre, Curro —contestó—, ¿cómo estás? ¿Qué se te ofrece? Tienes mala cara…

Mi padre apoyó ambas manos por encima de sus rodillas intentando recuperar el aliento.

—Mi hijo… mi hijo, Manuel, ¿lo has visto?

—Bueno, no conozco a todos tus hijos, pero no he visto a nadie en toda la tarde.

Manuel había intentado cruzar el río y algo le había pasado. Como padre que soy puedo imaginar lo que estaban sintiendo en ese momento, pero creo que me quedaría corto. Desgraciadamente no hubo que esperar mucho para conocer el fatal desenlace. El pescador rescataba a mi hermano del agua. Por medio de unos ganchos había podido sacarlo. Mi madre gritaba como loca y a mi padre silenciosas lágrimas le resbalaban por su mejilla y se precipitaban en aquella tierra. Mientras mis hermanos con la cara desencajada estaban consternados y confundidos, asustados ante una situación tan oscura y trágica como la que contemplaban. Más adelante mi familia dedujo que Manuel se cayó al agua intentando cruzar en una parte donde traía mucha agua y era bastante peligroso. La corriente le arrastraría y eso acabó con su vida. Jamás llegué a conocer a mi hermano. Ni siquiera sé cómo era su cara o como sonreía. Se convirtió en una fatídica leyenda familiar que hizo de mi madre una sombra oscura y sin atisbo alguno de color. Rememorando el pasado me doy cuenta de que ella nunca sonreía. Intento imaginar cómo habría sido su vida si Manuel no hubiese muerto, pero no tengo base en la que sustentar mis pensamientos. Su vida se transformó en todo lo que una madre no quiere que sea. Vivir sin su progenie. Siento un escalofrío de terror solo de pensar en que a mí me hubiese ocurrido algo parecido.

Los preparativos del funeral se hicieron efectivos con bastante rapidez. Mi madre no paraba de llorar, sentada en una esquina de la casa. Apenas había pronunciado una palabra desde que ocurrió la desgracia y parecía que la tragedia iba a consumir su cuerpo de un momento a otro. Papá se acercaba a ella, intentando hablarle, pero era inútil. No estaba allí. No era capaz de tomar ninguna decisión ni de decir nada coherente. Ni siquiera era capaz de hacerse cargo de mí y mi padre tampoco podía con todo lo que había que hacer, por lo que me pasé aquellos días en los brazos de Pepita la vecina que se había venido a echar una mano.

Mi hermano Francisco no sabía qué hacer, ni adónde mirar, ni que decir. Pensaba que todo había sido culpa suya y era como si le arrancasen el corazón. Se sentía tan culpable que si hubiese podido se habría cambiado de sitio con Manuel. Y que nadie me malinterprete. No hubo culpa en mi hermano, solo la inocencia de un niño enfrentado a la impaciencia. Pero la tragedia, cuando golpea, no entiende de lógica, y busca un lugar donde anidar. Y durante mucho tiempo, anidó en el corazón de Francisco, que cargó con un peso que nunca le correspondió.

El aire parecía espeso la mañana del funeral. Francisco era incapaz de mirar el pequeño ataúd blanco que contenía el cuerpo de mi hermano y mamá estaba como perdida en un mar de angustia irreconciliable con ninguna calma. Francisco se acercó a ella e intentó cogerle la mano para intentar consolarla, pero mi madre en aquel momento no existía. No era nadie. Una sombra en medio de una oscura noche sin luna que quería desaparecer de la faz de la tierra. Papá puso su mano en el hombro de mi hermano mayor y le hizo un tranquilo gesto de consuelo para que dejase a mi madre con aquella pena que nadie en su vida conseguiría hacer desaparecer. Mientras mi padre y varios vecinos se acercaban al féretro y lo subían a sus hombros para ir al cementerio, el tiempo parecía detenerse alrededor de todos los allí reunidos. Era como si las manecillas del reloj no quisieran permitir que Manuel se fuera de nuestro lado. Luego, con los lánguidos movimientos de la muerte atenazando el momento, todos comenzaron a caminar entre un aire de melaza espeso y compungido. Papá consiguió que mamá se pusiese en pie con trabajo y ella caminaba como un ente del alverno agarrada con fuerza a una vecina mientras la comitiva caminaba parsimoniosamente acompañando a Manuel en su último viaje hasta el final.

Francisco y Antonio se quedaron un poco más atrás, como queriendo esconderse entre los cuerpos de los adultos que caminaban delante. No sabían si era vergüenza, miedo o culpa. Probablemente era todo eso y algo más que no sabían nombrar. Cuando llegaron al cementerio, se apartaron unos pasos del grupo y observaron cómo el féretro blanco era depositado junto al nicho.

Antonio se giró hacia su hermano mayor. Tenía los ojos llenos de lágrimas, pero no lloraba.

—¿Tú crees que… que le ha dolido? —preguntó en voz tan baja que casi no se oía.

Francisco no respondió. Metió la mano en el bolsillo y sacó una canica de cristal, azul con vetas verdes, una de las favoritas de Manuel. Se la había quitado unos días antes en una de esas discusiones de hermanos en las que nadie tiene razón, solo ganas de fastidiar. La miró unos segundos como si fuese lo último que le quedaba de él y, con la mano temblorosa, la dejó caer con suavidad junto al ataúd antes de que lo introdujeran en el nicho. Nadie más lo vio. Solo Antonio. Y el cielo.

En ese instante, como si el mundo entero contuviera el aliento, una ráfaga de viento frío recorrió el camposanto. Las ramas secas de los árboles cercanos se estremecieron y un par de gorriones salieron volando de repente, rompiendo el silencio con su aleteo desordenado. Fue solo un segundo. Luego todo volvió a la calma densa y fúnebre que envolvía el lugar.

Había mucha gente. O al menos más de la que cabía esperar en aquel pequeño pueblo. Cuando llegaron al cementerio mamá ya casi no tenía fuerzas ni para respirar y me consta que de buena gana hubiera dejado de hacerlo. Papá, después de soltar a mi hermano Manuel en el suelo, la sujetó cuando parecía que iba a desmayarse y la llevó casi en volandas mientras amablemente intentaba que los vecinos y amigos no se acercasen a dar sus condolencias alegando el estado en el que se encontraba mi madre. Cuando llegaron al nicho que tenían preparado para mi hermano mamá se desmayó y tuvieron que llevársela de allí. Así acabó la historia de mi hermano Manuel, cuando la mía apenas si había empezado y la suya me llevaba poca ventaja. Perduraría con fuerza en la memoria de mis padres hasta que murieron. Convirtiendo a mamá en una figura de negro riguroso y a papá en alguien más protector de lo normal.

Yo no estuve allí, pero lo he soñado muchas veces. Y en todos esos sueños, siempre hay algo que se repite: el momento en que mi madre cae al suelo sin fuerzas y mi padre la recoge, como si al sujetarla también estuviera sosteniendo los pedazos rotos de una vida que ya no volvería a ser la misma.

Nunca llegué a pelearme con él por un juguete. Nunca me pegó un coscorrón ni me enseñó a hacer una honda con una goma de neumático. No tengo recuerdos con él porque no tuvimos tiempo. Y, sin embargo, llevo toda la vida viviendo con su sombra a mi lado.

Desde aquel día, mi familia no volvió a ser como antes. Francisco dejó de hablar de fútbol durante mucho tiempo. Antonio se volvió más callado, como si tuviera miedo de decir algo que trajera mala suerte. Mi madre no volvió a cantar mientras cocinaba, y con el paso de los años cuando llegó la televisión y en ella salía alguna imagen de un río o alguien nadando, apagaba el aparato sin decir palabra. Mi padre, que antes hacía bromas incluso en los peores momentos, se volvió un hombre más serio, más protector, más silencioso.

Y yo, que apenas entendía el mundo, crecí con una ausencia que no era mía pero que pesaba como si lo fuera. Nunca conocí a Manuel, pero lo llevo conmigo como si lo hubiera tenido de la mano en mis primeros pasos. A veces pienso que fue él quien me empujó hacia adelante cuando aprendí a caminar.

Mi pobre madre… no puedo olvidar su sufrimiento. Murió muchos años después. Pero incluso entonces, en sus últimos días, aún musitaba su nombre con los labios resecos, como si al decirlo pudiera invocarlo una última vez. Como si, al cerrar los ojos, fuera a encontrarlo allí, esperándola junto al río, con la ropa seca y la canica azul en la mano.

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