CAPÍTULO 4. LA MONTAÑA DE CARACOLES

Era un niño. Probablemente me parecería divertido ver algo tan extravagante, pero la verdad es que, aunque recuerdo el hecho, los detalles de lo que sentí se me escapan. Cáscaras de caracoles. Miles, quizás millones de ellas hacían una especie de rampa o precipicio con aquellos hogares vacíos de aquellos bichitos. Era impresionante. Aquel color blanco refulgía bajo el sol. Parecían corales marinos bajo las aguas rellenas de luz. Yo era pequeño y miraba desde abajo los cuatro o cinco metros de fatalidad molusca sin entender muy bien lo que estaba observando.

No dejaba de ser otra cosa que no fuera basura. En aquella época era un problema acuciante. La basura no se recogía. No había servicio de limpieza municipal. Y además, había otro problema añadido. El ganado lo teníamos allí. Campando a sus anchas en la urbe. La convertía en un lugar maloliente lleno de inmundicia pestilente que hacía que un ambiente de insalubridad recorriera todos los rincones del pueblo.

Se suponía que aquello era progreso y prosperidad. Nos mudamos desde la isla en donde vivíamos a la Puebla del Río. Sin embargo, a mi mente infantil le costaba aceptar que nuestra vida hubiese mejorado en algo. Seguíamos teniendo que ir al campo a trabajar, pero ahora además antes recorríamos un buen puñado de kilómetros en bicicleta a la ida y otros tantos a la vuelta. Mi memoria tampoco me da tregua y no consigo recordarlo bien, pero debía ser agotador.

–Vamos a tener que arreglar esto si queremos hacer una bonita casa.

Mi padre veía un problema que solucionar. Mis hermanos, una tarea agotadora. Yo, en cambio, veía una fortaleza imposible, un castillo de gigantes hecho con los restos de un festín. ¿Quién podría haber comido tanto? Papá solía ser bastante práctico y optimista y con esa simple frase nos tranquilizó a mis hermanos y a mí. La razón de aquel inmenso monte de conchas era simple. Muy cerca, estaba la Taberna El Nene, un lugar que era mucho más que un bar: tenía cine de verano y de invierno, y era famoso por sus tapas de caracoles. Al parecer, sus dueños habían llegado a la conclusión de que la forma más práctica de deshacerse de los restos de su plato estrella era apilarlos contra aquella vieja pared que, un día, llegaría a formar parte de nuestra casa. Como consecuencia teníamos aquel terraplén inaudito ocupando el terreno.

Como digo, la mudanza a la Puebla se suponía que era un avance para nuestra familia. A mí me habían sacado de mi hábitat. Es cierto que en aquella época no estaba todo tan edificado como ahora y que seguíamos viviendo en un entorno bastante rural, pero yo sentía que me faltaba algo. Además no me gustaba el olor, ni me gustaba ir sorteando bestias y sus cacas, que proliferaban por el suelo. En los cuarenta era una práctica habitual tener el ganado en las calles. No existían instalaciones apropiadas para los animales como los corrales o los establos, así que vivían cerca de las casas de sus dueños para que fuera más cómodo el acceso a ellos. Esto hacía que las condiciones higiénicas dejaran bastante que desear. Las autoridades locales intentaban tener este asunto controlado, pero era evidente que la limpieza y la higiene brillaran por su ausencia. Los animales podían pegarnos enfermedades como la tuberculosis o la brucelosis, por poner un par de ejemplos. Sin embargo, en un lugar como la Puebla del Río, cuya economía dependía mayormente de la agricultura y la ganadería era algo absolutamente inevitable.

En cualquier caso el problema de las conchas había que solucionarlo, así que mi padre llamó a Carlillo. Carlillo ni siquiera se llamaba Carlos. No era un diminutivo de su nombre. Era más bien un apodo. Un mote. En realidad se llamaba Manuel y era hijo de una prima hermana de mi padre. Era un chico para todo, siempre dispuesto a echar una mano en nuestras tierras. En su familia llamaban Carlos a todos sus miembros y él ya tenía un hermano que sí se llamaba Carlos, así que a él le llamaban Carlillo.

Mi padre tomó la determinación de que fuera él el que retirara aquellas cáscaras de forma espiralada. Me parece estar viéndolo ahora mismo con aquella carreta destartalada al lado de aquel monumento al desperdicio.

–Esto nos va a llevar tiempo –dijo papá–. Mucho tiempo, así que cuanto antes empecemos mejor.

La idea era que Carlillo fuera llenando la carreta con su pala, se las llevara, y a la vuelta trajera arena desde una cantera cercana. Esa arena fue la que mi hermano y yo cribamos con paciencia durante tres temporadas para poder construir la casa. Eso era lo que hacíamos de octubre a abril, los meses en que no se podía trabajar en el campo. Esa arena, cribada por nuestras manos infantiles durante tres largos inviernos, se convertiría en el mortero que aún hoy sostiene las paredes de la casa donde he vivido toda mi vida.

Recuerdo el crujido seco, como un millón de huesos diminutos, cada vez que un golpe de viento las movía o cuando Carlillo metía la pala en ellas. Era un sonido a la vez hueco y afilado. Aquel monumento al caracol no olía mal, como uno podría pensar. Olía a polvo, a cal y a un vago recuerdo de guiso olvidado que el sol del mediodía reanimaba.

A veces, cuando nadie estaba mirando, me acercaba y hundía la mano en aquella ladera. Las cáscaras eran frías al tacto, incluso bajo el sol, y sorprendentemente suaves, pulidas por el viento. Pero también cortaban. Eran a la vez caricia y amenaza.

Y también recuerdo a Carlillo sentado en el suelo mientras se liaba un cigarrillo y se secaba el sudor con un viejo pañuelo que ya hacía tiempo que tendría que haber jubilado. Me miraba y sonreía.

—Tu padre construirá aquí una bonita casa —me decía.

Y luego volvía a la faena, metiendo su pala una y otra vez entre las conchas para llenar el volquete.

Entre las tareas diarias, los juegos improvisados y aquella montaña de caracoles, también hubo momentos que rozaron la tragedia.

Aquel día yo estaba trabajando a siete metros de altura. Nuestra casa la hicieron prácticamente entre un peón y un albañil. Y en esas estaba yo, ayudando al albañil. Mi madre estaba abajo, hablando con una vecina. Dio un grito.

–¡Luis! –exclamó– ¡Todavía no has desayunado! ¡Te voy a mandar un bocadillo para arriba!

Alguien en las alturas debía de tener un retorcido sentido del humor, porque justo en el momento en que me detuve para desayunar, una tabla bajo mis pies cedió y se partió como si fuera una broma pesada. Mi pequeño cuerpo se precipitó al vacío.

Recuerdo pensar, desde mi infantil conciencia, que no podía ser, mientras mi desayuno se esparcía por el aire como semillas de una flor silvestre que busca cobijo. Me quedé colgando de no sé dónde, agarrado con la mano derecha, balanceándome peligrosamente a siete metros del final. Y cuando ya no me quedaban fuerzas, cuando estaba a punto de caer, sentí una mano fuerte que me agarraba y me subía hacia la salvación. El albañil me había rescatado. Volví a engañar a la muerte.

Mi bocadillo yacía en el suelo, estampado contra la tierra y transformándose de alimento en un desperdicio más que sortear.

Y ahora, haciendo memoria, me doy cuenta de que quizás no fuera solo una cuestión de suerte, sino también de estadística. Lo pienso y me parece increíble: mi hermano murió en el río, yo casi pierdo un pie en el trillo... ¿y ahora esto, a punto de precipitarme al vacío?

Mi mente adulta es capaz de llegar a la conclusión de que es estadísticamente muy complicado, cuando no imposible, acumular tanta mala suerte y seguir aquí para contarlo.

Con el paso del tiempo he ido introduciendo elementos a la ecuación que me reafirman en pensar que todo esto no era un evento cósmico en contra de mi familia. No era mala suerte, ni un ser de mal agüero. Ahora que rememoro estos momentos me doy cuenta de que por aquel entonces lo relativizábamos tanto que nos parecía lo más normal del mundo encontrarnos en situaciones como esa.

No era culpa de nadie. No era culpa de progenitores irresponsables.

Era la consecuencia directa de nuestro precario modo de existencia. El peligro era simplemente el precio que pagábamos por cada ladrillo de nuestro hogar, por cada bocado de pan.

Era, simplemente, la normalidad de aquella época. La vida.

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capítulo 3. el trillo maldito