CAPÍTULO 5. EL BASTÓN DE MANDO.
Mi padre quería prosperar. Creo que quería no tener que trabajar tanto en el campo y con el dinero que estaba ganando con el tema del arroz no debió de dejar de darle vueltas a la cabeza. En su afán por conseguirlo llegó a formar parte del ayuntamiento de La Puebla. La gente que conoció a mi padre lo recuerda por muchas cosas: por su trabajo, por su carácter, por la taberna que, circunstancias adversas, hicieron que tuviera que montar en el pueblo tiempo más tarde... Pero hay una etapa de su vida que lo define por encima de todas las demás, aunque durara apenas un año. Fue la época en que le tocó ser alcalde. Y digo 'le tocó' porque aquel cargo no fue una elección, sino una carga que asumió cuando nadie más se atrevía, una responsabilidad que pagó de su propio bolsillo.
En 1956 la vida transcurría con sencillez y comunidad. Sencilla porque nuestra forma de divertirnos se basaba en viejas y tranquilas tradiciones que llevábamos toda la vida haciendo. Las veladas se amenizaban con reuniones en el casino del pueblo o en tabernas donde se conversaba de las faenas agrícolas y se cantaba flamenco. La Puebla del Río es tierra de aficionados al flamenco y en los años 50 ya había cantaores y bailaoras locales en ciernes. El flamenco, el cante por sevillanas y las coplas sonaban en fiestas y tertulias, aunque durante el franquismo algunas letras reivindicativas estaban censuradas.
Sin embargo, este clima de tranquilidad no era algo demasiado consolidado o real. Los peores años de la posguerra habían pasado ya, pero el hambre y la miseria seguían campando a sus anchas en nuestra sociedad que veía que el sistema económico autárquico que las circunstancias habían impuesto no funcionaba para todo el mundo igual. Como ya he mencionado anteriormente, en nuestro caso no teníamos problemas. Las tierras de mi padre nos daban más que suficiente para autoabastecernos, pero era imposible no sentirte conmovido por lo que sucedía a nuestro alrededor.
Yo tenía doce años y aunque no era muy alto, dejé mi condición de “pequeñajo en peligro” algunos años atrás y mi mente y mi conciencia comenzaban a entender circunstancias que antes o no comprendía o pasaban desapercibidas por los recovecos de mi pensamiento. Durante toda mi vida me he sentido orgulloso de lo que mi padre llegó a hacer por nuestro pueblo, aunque debido a ello casi acabamos en la ruina.
Francisco Bejarano, el padre de Luis, en el servicio militar.
El anterior alcalde, José González Millán, casualmente, era mi maestro en la escuela. El pobre hombre estaba más que sobrepasado. Teníamos una grave crisis económica. Había jornaleros de muchos sitios. Emigrantes de muchos puntos del país que no ganaban suficiente dinero para poder alimentarse ellos y poder enviar dinero a sus familias. Las circunstancias del Régimen no hacían más que agravar todo esto y aquel político de pueblo, que no me cabe ninguna duda de que lo que quería era ayudar, se encontró sin comerlo ni beberlo con que una montaña de problemas amenazaba con sepultarlo sin ningún tipo de miramientos. Dimitió.
Y mi padre, que era teniente de alcalde primero en aquella época, se encontró de pronto con aquel bastón de mando abandonado que era una patata caliente difícil de digerir, pero que sabía que la única forma de ayudar a sus conciudadanos era asumir el mando y quedárselo para sí mismo, aunque eso significara que su vida iba a subir en varios puntos tanto en intensidad como en dificultad.
Mientras todo esto ocurría con la cadencia de una vida que no tenía prisa en hacernos vislumbrar el final del camino, mis hermanos y yo seguíamos yéndonos en bicicleta hasta las marismas a trabajar. Era agotador cuando llegábamos a casa después de una jornada bajo el sol y el hogar estaba lleno de gente, un trasiego de personas necesitadas que creían que el ayuntamiento estaba en aquel lugar de la calle Larga y no donde estaba realmente.
Básicamente el principal problema que había en La Puebla era que no había trabajo. No recuerdo cuánta gente trabajaba para mi padre, pero tampoco debían de ser demasiados porque nos tenía a nosotros, sus hijos. Y sí, teníamos a Carlillo y alguno más como él y a otros esporádicos, pero mi padre realmente era un trabajador del campo que había tenido más suerte que otros. No éramos señoritos que pusiéramos normas infantiles y caprichosas que en ocasiones parecieran injustas. Porque ese tipo de gente no conocía la dureza rural de trabajar en el campo ni por supuesto el código secreto que encerraba el peligro de las marismas. Eso se adquiría con la experiencia y el conocimiento de cada rincón de tierra, incluso de aquellos que siempre permanecían sumergidos bajo esas aguas que nosotros ya habíamos sentido mortales tanto en el conocimiento como en el sentimiento de nuestros corazones.
Recuerdo pensar con mi mente adolescente de aquella época pensamientos fatalistas e apocalípticos para el destino de mi padre. ¿Cómo iba a poder ayudar a tantos? Tanta gente pasando penurias y vicisitudes de esas que a buen seguro iban a terminar de la peor forma posible. El ayuntamiento no tenía dinero, no tenía recursos. No tenía nada. Nada. O eso parecía. Y la gente dejó de ir a pedir ayuda a las instalaciones municipales y comenzó a invadir nuestro hogar. Mamá no tenía manos suficientes para ayudar a mi padre. Veía a papá en un estado de querer y no poder absolutamente perpetuo. Recuerdo su cara de frustración cuando volvía de la Diputación de Sevilla con dos sacos de garbanzos y un poco de leche en polvo que conseguía para poder repartir en el pueblo y que cuando se terminaba ya no había más que dar. En aquellos momentos, mi familia se encontraba en una posición privilegiada principalmente gracias a la labor administrativa de mi padre. Gestionó aquellas tierras que le habían transferido de forma brillante. Sin embargo, el dinero empezó a abandonar las arcas de la familia Bejarano de una forma alarmante.
Esa sensación agridulce no me abandonaba. Estuvo conmigo hasta el momento en que mi padre abandonó la alcaldía cediendo su puesto a alguien que a priori debía ser más adecuado para el trabajo. Un político del gobierno. Mi padre no tenía ambición. No quería el poder. Solo quería demostrar que se podía estar un puesto público importante y no ser ningún desaprensivo prepotente de tres al cuarto. Que en un momento oscuro como el que nos tocó vivir alguien podía iluminar el camino. Se podía ser buena persona. Y él… era el mejor.
En mi mente se quedó grabado, como para demostrarme que esto que cuento no es más que la pura y limpia verdad y tatuado de manera imborrable, aquel día de mediados de junio. El verano acababa de hacer acto de presencia y aunque nuestra casa era bastante fresca el calor ya estaba demostrando que no solo no se había marchado lejos, sino que estaba dispuesto ha hacernoslas pasar canutas. Eran las seis de la tarde, quizás un poco antes y yo estaba ayudando a descargar un carro de no recuerdo qué mercancía cuando vi, desde la puerta del almacén que usábamos para guardar cosechas y utensilios a una mujer joven que llevaba de la mano a una cría desnutrida, descalza y con la cara sucia de haber estado haciendo vete tú a saber qué con los desechos que salían de su nariz. En brazos llevaba a otro niño, un chico, casi un bebé, que estaba dormido profundamente y no parecía enterarse de nada. Dejé lo que estaba haciendo y me acerqué. Cuando vi a aquella mujer de cerca me quedé sorprendido. Era bonita, pero su cara era la estampa del sufrimiento más absoluto. Tenía los ojos hundidos en una cara que parecía querer decir que estaba un poco mejor que muerta, pero que la opción de no estar tampoco le parecía mal del todo.
—¡Señora! —dije. La chica dio un respingo y se volvió hacia mí con un miedo que yo no acababa de comprender — Disculpe, señora, no pretendía asustarla. ¿Puedo ayudarla?
—Bue… buenas tardes… yo… —su voz, si podía calificarse así, porque casi no existía, era la de alguien que parecía haber estado llorando momentos antes. —quiero… necesito ver al alcalde.
Sabía que mi padre a partir de las seis dejaba de recibir a nuestros paisanos necesitados o bueno, dejaba de ser alcalde hasta el día siguiente, pero era tal la condición de aquella pobre mujer que inmediatamente me puse a aporrear la puerta con fuerza. Enseguida me abrió mamá.
—¡Luis!¡Por el amor de Dios!—exclamó—¡Seguro que has despertado de la siesta a alguien!
En ese momento, vio a la madre con los dos críos detrás mía y su semblante cambió y se dulcificó automáticamente.
—Disculpe, señora, no la había visto. ¿En qué puedo ayudarle?
La chica no pudo articular palabra. Comenzó a llorar desconsoladamente. Tanto que mamá tuvo que coger al pequeño que tenía entre sus brazos.
—Tranquila, cielo—dijo mamá con sosiego—, todo va a salir bien.
Yo, cogí a la chiquilla de la cara sucia de la mano y todos juntos entramos en la casa. Mi padre estaba en el salón. Intentando descansar. Su rostro era el vivo reflejo del agotamiento, pero en cuanto se percató de la situación se puso en pie e intentó analizar lo que estaba pasando.
—¿Qué está ocurriendo aquí?—dijo
—Papá—contesté yo—esta señora me ha dicho que tiene que hablar contigo.
—¿Quién es usted, señora?¿Cómo se llama?
La mujer llevaba un buen rato sin desincrustar su mirada del suelo y sin dejar de sollozar contestó:
—Me llamo Manuela.
—Bien, Manuela. ¿Qué le ocurre? ¿Qué necesita de mí?
—Tengo hambre… mis hijos tienen hambre. Mucha hambre.
—Entiendo, ¿y por qué está usted sola con estos dos críos?¿no tiene familia? ¿Y el padre de los niños?
—Jacinto… mi marido se llama… Jacinto. Él… él es mi vida, pero… no sé dónde está. Se lo llevaron hace casi dos semanas.
—¿Se lo llevaron? ¿Quién se lo llevó?
—No lo sé,… ¿La policía? ¿La Guardia Civil? No… no sé quién se lo llevó, solo sé que no está y ahora yo sola no puedo dar de comer a mis hijos y yo… yo
Manuela rompió a llorar de nuevo. Su llanto era tan desgarrador que te helaba la sangre en las venas. En ese momento apareció mamá con una bandeja con dos platos del guiso que habíamos comido aquel día. Manuela y la niña miraron la comida con ojos vidriosos mientras mi madre volvió a coger al pequeño que había estado mientras tanto tumbado en el sofá del salón. Parecía que su pequeño cuerpo había decidido que la mejor manera de combatir el hambre era que durmiera profundamente. Lo acunó y la criatura continuó durmiendo. Manuela y la niña se sentaron a comer y devoraron todo con la pasión desatada que da el hambre sin tratar.
Papá esperó a que terminaran. Tanto a la madre como a la hija se les cambió el color de cara y su expresión se suavizó en ambas, aliviando el dolor de la ausencia de Jacinto.
—Tranquila, Manuela—dijo—, voy a hacer todo lo que pueda por vosotras y por el pequeño.
Se levantó y sacó una pequeña llave del bolsillo derecho de su pantalón se fue para el mueble que teníamos en el salón y abrió con ella un cajón de cortas dimensiones y sacó un sobre. Luego, suspiró, abrió el sobre y sacó un montón de dinero, no sé cuánto sería y luego le tendió el fajo de billetes a aquella mujer.
—Lo siento. No puedo darte más en este momento. Intenta administrarlo lo mejor que puedas.
—Pero yo… solo tenía hambre, yo… muchas gracias señor alcalde. Que Dios lo bendiga.
A lo largo de mis años de vida me he preguntado qué pensaría mi padre en aquel momento. Por qué suspiró y de dónde vendría el dinero que le dio a aquella pobre mujer que no conocíamos a pesar de que en el pueblo nos conocíamos todos. Lo único que sí sé es lo orgulloso que me sentí de él y lo orgulloso que me he sentido siempre de saber que por encima de todo lo demás el rasgo más característico de mi padre era la bondad.
Manuela se marchó y nunca volvimos a saber de ella y yo me he preguntado muchas veces cuál sería su destino, pero jamás la volvimos a ver.
Pero esa bondad tuvo un precio que ninguno de nosotros podía imaginar. La lucha de mi padre no era solo contra la necesidad de la gente; era contra un sistema que daba con una mano y quitaba con la otra. Y el primer golpe, el que lo cambiaría todo, no tardó en llegar.
Papá fue siempre así. Siempre ayudaba a quien podía. Incluso aunque no fuera el alcalde y sí, tenía más recursos que mucha de la gente que vivía en el pueblo, pero en ningún momento se lo pusieron fácil. Le cedieron aquellas tierras en las marismas y consiguió, con muchísimo esfuerzo y dedicación, convertirlas en nuestro sustento. El arroz y todo lo demás nos daba lo que necesitábamos y además nos dio la oportunidad de poder vivir en condiciones mejores. Ya no vivíamos en una choza junto al río. Papá ya no se partía la espalda construyéndolas como hacía antes, que tenía que construir una choza nueva cada temporada. Sin embargo, cuando las tierras comenzaron a ser verdaderamente rentables, sus dueños se las arrebataron a mi padre y él no podía hacer nada porque, realmente, no le pertenecían.