capítulo 6. nieve en el sur.
Después de todo lo que llevo contado sobre mi vida, no me cabe la menor duda de que pensaréis que tuve una infancia dura y difícil. En realidad, como ya he dicho, no más que las de muchos de mis coetáneos. No es dificultad, es la vida tal y como se conocía en aquella época de miseria. A pesar de todo fui feliz. Sí, viví bajo la sombra de mi hermano Manuel durante la mayor parte del tiempo, sino todo, y trabajé muchísimo porque era lo que tenía que hacer. Mi familia me necesitaba. O tal vez no, pero indudablemente mi obligación era obedecer a mis padres. Me quedan muchas cosas duras que contar, pero hoy permitidme retrotraerme a días más sencillos y vitales. A esos días que, da igual cuándo sucedan, los atesoras en tu interior como si formasen parte de tu sangre. Porque sí, son esos días que son vida y alegría y que realmente hacen que estar aquí merezca la pena. Fue el 2 de febrero de 1954. El día que nevó en Sevilla. Nunca lo olvidaré.
Aquel día nada nos podía hacer ni por un momento imaginar que sería tan bonito. Eran casi las once de la noche y estábamos terminando de cenar. No sé por qué, pero aquella noche se me vinieron a mi mente mis primos. Los hijos de los hermanos de mi padre, que también habían vivido con nosotros en las marismas y con los que me había criado como si fuésemos hermanos. Tal vez aquella melancolía que sentí fue como una especie de presagio de lo que estaba apunto de ocurrir. Precisamente uno de mis primos estaba cenando con nosotros. Manolito. En mi casa siempre había gente demás comiendo, como si fueran de la familia. Siempre había alguien a quien poder dar de comer y ayudar en la medida de lo posible. Fue Manolito el primero en darse cuenta de que algo pasaba fuera.
—¿Qué es eso tan blanco?—dijo con cara de asombro señalando algo detrás del ventanal de nuestro salón. Inmediatamente todos dirigimos nuestros ojos hacia donde mi primo estaba señalando.
—Eso es… ¿nieve?—dijo papá—¡Es nieve! ¡Está nevando!
Y así era. Estaba empezando a caer una suave corriente blanca de ilusión para nosotros. Recuerdo que lo que me sorprendió de la nieve era el silencio. Yo apenas tenía trece años y no había viajado ni visto nunca algo como una nevada, pero me sorprendió que aquellos copos blancos que acariciaban la atmósfera como si fueran plumas de un ave mitológica no emitieran ningún ruido cuando se posaban en el asfalto. Era como si el cielo mismo se estuviera desmoronando sobre nosotros. Fue fascinante ver aquel blanco brillante que se desbordaba por el ventanal de mi casa que daba al patio y que hacía que mi asombro fuera el más grande y hermoso que había sentido hasta entonces. No podía verme la cara, pero debía tener el semblante amenizado por la espectacularidad del momento, mezclada con la alegría más increíble que pudiera haber sentido un niño como yo, acostumbrado al sol y a la dureza del amarillo de nuestros campos. Aquello me parecía como de otro mundo.
En ese momento papá se dirigió hacia la puerta de nuestra casa como si fuese un niño más pequeño que yo mismo, con una sonrisa de oreja a oreja. Estaba tan entusiasmado que no podía estarse quieto.
—¡Vamos! —exclamó lleno de júbilo—¡Todo el mundo a la calle! ¡Está nevando! ¡Nieve!
Y eso hicimos. Nosotros y todos los vecinos de la calle Larga. Caminábamos lentamente mirando hacia arriba con los rostros iluminados por un acontecimiento que no habíamos vivido nunca y que realmente nunca volveríamos a vivir. Y sin embargo, a pesar de la alegría y de estar anonadados con un asombro tal que entumecía nuestra realidad, mi padre y su instinto protector no llegaron a desconectarse en ningún momento. Lo vi observar la parte de arriba de nuestra casa con cara de preocupación. Con determinación se dirigió hasta Carlillo, que estaba también disfrutando del momento, y le dijo:
—Oye, está cayendo mucha nieve. La azotea de casa es muy grande. Si sigue nevando así temo que se llegue a derrumbar sobre nosotros por el peso. Coge una pala y sube ahí arriba. Hay que quitar toda esa nieve.
Carlillo asintió y salió corriendo a obedecer a papá. Efectivamente, la azotea era un manto blanco que al menos debía tener treinta centímetros de grosor, si no más. El hombre comenzó a enterrar la pala en aquel polvo de ángel congelado una y otra vez y a lanzar la nieve por encima de la cornisa hacia la calle. Al poco tiempo teníamos un montón de nieve de cuatro o cinco metros en la puerta de mi casa. Y no era la única. En todas las casas de la calle con azotea tuvieron la misma idea. Recuerdo que viendo a Carlillo trabajar aquella noche mi mente se retrotrajo a la montaña de caracoles que hacía ya unos cuantos años que él mismo había hecho desaparecer y que me hizo darme cuenta lo mucho que mi familia tenía que agradecer a aquel hombre trabajador y leal que nunca nos fallaba.
Al fondo de la calle Larga alguien había hecho un enorme muñeco de nieve. Supongo que los humanos tenemos en nuestro adn el construir cosas así, porque seguro que nadie en toda la Puebla había hecho jamás ninguno y de pronto empezaron a proliferar por todos sitios. Hasta la esposa del practicante, que sí, sería mi suegra décadas después, hizo uno en la puerta de su casa y lo vistió. Era una bella estampa que ojalá hubiese durado un poco más para que todos nosotros hubiésemos podido albergar en nuestro interior un poco más de aquella felicidad.
Los niños comenzamos a tirarnos bolas de nieve los unos a los otros. Más de un chiquillo llegó aquel día con algún chichón a casa. La inexperiencia en la guerra de nieve en un lugar que no nevaba nunca era manifiesta y apretábamos las bolas demasiado convirtiendo cada proyectil en una auténtica piedra dura como el cemento.
Recuerdo como si estuviera sucediendo ahora mismo que mis hermanos y yo y algún que otro amigo que se había agregado por el camino llegamos al lugar en el que hoy está el parque y que en en aquella época era un enorme terraplén que, evidentemente, también estaba repleto de nieve. Había por allí unas plantas que nosotros llamábamos pita y que tenía unas hojas enormes parecidas a las de la aloe vera. No sé a quién se le ocurrió la idea, pero las arrancamos y las llegamos a usar como unos improvisados trineos, lanzándonos por aquellos cien metros que debía haber de desnivel. Era divertido.
Y así fue aquella jornada. Un día de felicidad en el que cualquier dificultad que pudiéramos tener quedó eclipsada por el brillo de una nieve virgen, brillante y esperanzadora que nos hizo ser un poco más felices y afortunados. Fue todo un acontecimiento.