CAPÍTULO 8. LAS BOTAS ROJAS Y LA ZURDA PRESTADA.
Eran preciosas. Es lo mejor que puedo decir en mi defensa. Me quedé absolutamente prendado de ese color rojo que me parecía que refulgía bajo aquellos rayos del sol del atardecer. Y ahora que me habían dado la oportunidad de jugar al fútbol como tanto deseaba en un equipo de verdad, no podía ir de cualquier manera. La realidad era que el olor a cuero y ese tacto áspero que me transmitían me parecían dos sensaciones maravillosas. Estaba convencido de que me harían jugar como nadie lo había hecho hasta ahora en la Puebla. Y es que también se daba la circunstancia de que tenía el dinero necesario para comprarlas y parecía que me estaba quemando en el bolsillo. Mi amigo Mario Caro me observaba con impaciencia. Si se hubiese podido meter en mi cabeza habría descubierto que no había nada que justificara tanto nerviosismo porque estaba total y absolutamente convencido. Esas botas tenían que ser mías.
Mario era más pequeño que yo. No por mucho, pero yo tenía más edad. Sin embargo, en cuanto a tamaño él era un poco más grande y sus bellísimas botas rojas se le habían quedado pequeñas. Así que allí estábamos. Intentando establecer unas condiciones económicas que nos beneficiaran a ambos.
—¡Venga ya, tío!—exclamó Mario— cincuenta pesetas por estas botas es una ganga...
Aunque iba llevármelas fuera como fuese, lo cierto era que a mí también me estaban un poco pequeñas. Pero cuando mi amigo unos días antes me dijo que tenía intención de venderlas y me las probé, el poderoso vínculo se originó en ese mismo instante. Me dolían. Por supuesto que me dolían, pero el poder del vínculo como digo era tan fuerte que mitigaba cualquier molestia.
Cincuenta pesetas en aquella época era como gastarse hoy en día cuarenta o cincuenta euros. Yo tenía dinero porque en aquel momento trabajaba en una carnicería que unas hermanas del marido de mi hermana mayor habían montado. Era un pequeñísimo puesto en el mercado de abastos en el que, aparte de carne, tenían ultramarinos y comestibles.
El sitio era un habitáculo minúsculo en el que casi no cabía nada, así que yo era el encargado de ir a casa de las dueñas del negocio, que usaban como almacén, e ir reponiendo lo que se fuera vendiendo.
Recuerdo además repartir carne de pollo a domicilio y patearme el pueblo entero llevando la mercancía a los clientes que habían dejado encargados sus pedidos en la tienda.
Yo hacía de chico de los recados y mi hermano Eugenio, año y medio mayor que yo, trabajaba también allí, pero él despachaba en el puesto. Para lo cual, como no llegaba al mostrador, le instalaron una robusta caja de madera de cervezas Cruzcampo en la que se subía para llevar a cabo su labor.
A la izquierda Eugenio trabajando en la tienda.
Y mientras él alcanzaba el mostrador, yo soñaba con alcanzar el césped con mis botas rojas. Después de todo lo que he contado ya sobre mi vida, podría parecer frívolo o irresponsable gastar aquel dineral en unas botas de fútbol que ni siquiera eran de mi número, pero sí. Yo era un chiquillo de apenas diez u once años y la ilusión era mucho más poderosa que mi sentido de la responsabilidad. Así que si tenía en la mente cualquier fantasma o atisbo de conciencia quedarían sepultados por el peso de la pasión infantil por el fútbol y el efecto mágico y perturbador de verme con aquellas preciosas botas en mis pies. Las compré.
Y todo esto viene a cuento porque fue en aquella época cuando empecé a dar mis primeros pasos en el mundo del balompié. Cuando recupero aquellos días en los que la vida era tan diferente y en los que realmente tenía pocas preocupaciones, hay un nombre que se viene a mi cabeza y que fue tan importante para mis inicios en el fútbol. Jerónimo Palacios Herrera o como se le conocía en el mundo del fútbol: Herrera II.
En la España de posguerra, la Iglesia católica impulsó fuertemente la Acción Católica como movimiento laico de revitalización religiosa y social. En muchos pueblos andaluces, este movimiento organizó actividades recreativas y deportivas para la juventud. Y en la Puebla del Río tuvimos la suerte de que Jerónimo Herrera en aquella época tenía novia en nuestro pueblo y el caso es que se encargó de montar el equipo de Acción Católica de la Puebla del Río. Jerónimo nació en Coria del Río en 1929 y debutó en el primer equipo del Sevilla FC en 1951 con 21 años. Tuvo mala suerte y murió joven, pero en aquel momento era nuestro míster.
Luis (agachado) con unos compañeros de Acción Católica.
Recapitulando todos estos momentos infantiles mi corazón se llena de ilusión otra vez. Era increíble poder hacer lo que tanto me gustaba y de aquella forma, teniendo a un jugador de verdad para dirigirnos. Era una experiencia que sobrepasaba cualquier sueño de niño que pudiera tener. Y recuerdo lo nervioso que estaba el día que Jerónimo nos convocó a todos en el campo donde entrenábamos. Me temblaban las rodillas del nerviosismo.
Jerónimo se plantó delante de nosotros con esa seriedad que imponía respeto.
—A ver, chicos —dijo con voz firme—, sé que vamos a jugar partidos que en principio parecen poco importantes.
Nos miraba uno por uno, como si atravesara con los ojos lo que pensábamos. Cuando su mirada se detuvo en mí, sentí un nudo en el estómago. Luego continuó:
—Aquí no hay partidos poco importantes. Cada vez que salgamos al campo tenemos que intentar ganar. Que todo el pueblo se sienta orgulloso de nosotros.
Guardó silencio unos segundos. El aire estaba denso, cargado de sudor y polvo, y podías escuchar cómo tragábamos saliva.
—Pero tenemos un problema —añadió al fin—. He estado viendo vuestro juego. El de cada uno. Y en la izquierda no tenemos a nadie que pueda jugar de extremo zurdo. Tendremos que improvisar.
Nos removimos inquietos. Jerónimo sonrió apenas y volvió a recorrer nuestras caras con la mirada. Otra vez se detuvo en mí.
—Luis —dijo—. He pensado en ti. Eres rápido, bastante hábil.
El calor me subió a la cara. No me imaginaba en el centro de nada y menos aún señalado por él. Me quedé sin palabras.
—Además, eres pequeñito —añadió—. Seguro que vas a dar dolores de cabeza a las defensas contrarias.
Y entonces lo pensé: tenían que ser mis botas rojas. Eran ellas. No podía ser otra cosa. Estaba convencido de que, más que yo, habían sido ellas las que habían conquistado al míster.