CAPÍTULO 9. MI AMIGO FELIPE
Recordando aquellos ligeros días de infancia y fútbol en Acción Católica, no puedo evitar traer a mi mente a mi amigo Felipe. Llegó a formar parte del equipo y la verdad es que fuimos durante un tiempo grandes amigos.
La historia de Felipe no deja de ser curiosa e interesante. Su familia era originaria de Cantabria. Su padre y su tío, viendo la situación tan desastrosa que vivía España en aquellos finales de los años veinte, decidieron que quizás sería mejor “hacer las Américas” e intentar labrarse un futuro de provecho cruzando el charco. De donde venían no había mucho trabajo y había que intentar subsistir de la mejor forma posible, aunque eso significara que había que alejarse de tu familia, tierra y amigos y dar un giro a tu vida que, aunque no deseado, era necesario.
En su periplo de peregrinación hasta tierras más fértiles resulta que debían coger un barco en Cádiz, pero antes el tren que le traía del norte les dejaba en Sevilla. Se ve que eso que dicen que todo lo que no se planea sale mejor era verdad. Al llegar a la capital andaluza se encontraron con la Exposición Iberoamericana de 1929. Fue una gran exposición internacional que se celebró en Sevilla entre el 9 de mayo de 1929 y el 21 de junio de 1930. Su objetivo principal era celebrar el "hermanamiento" entre España, Hispanoamérica, Portugal, Brasil y Estados Unidos.
Fue un proyecto faraónico que estuvo gestándose durante dos décadas y que transformó la ciudad por completo. Para acoger la exposición, Sevilla se embarcó en el mayor proyecto de urbanismo de su historia. Se crearon avenidas, se construyeron hoteles de lujo, se derribaron murallas y, lo más importante, se construyó todo el conjunto monumental que hoy conocemos como el Parque de María Luisa y la Plaza de España.
La construcción de todos estos pabellones, plazas y jardines durante años generó una demanda de mano de obra brutal. Miles de albañiles, carpinteros, jardineros, transportistas y obreros de toda España emigraron a Sevilla en busca de trabajo.
Y eso precisamente fue lo que el padre de Felipe y su hermano encontraron en la capital hispalense. Tanto trabajo para todos que llegaron a la conclusión de que no hacía falta irse a América.
Se quedaron. Y no solo eso. Buscando un lugar donde vivir se vinieron a la Puebla. Al parecer por su buena situación en lo que al transporte público se refiere. Había un tranvía que salía cada media hora y eso les resultaba muy útil. Así que acabaron en mi pueblo e hicieron vida allí. El tío de Felipe se echó novia, se llegó a casar y tuvieron cuatro hijos. Y el padre, bueno, el padre también tuvo novia en el pueblo y se llevó bastante tiempo con ella, pero al final la cosa no salió bien y se separaron.
El tranvía en el final de su trayecto.
Había establecido en el pueblo una vaquería y, después de la guerra civil, se trasladó primero al barrio de Heliópolis y más tarde a Bellavista. Por aquel entonces Felipe ya estaba en este mundo. Se daba la circunstancia de que su tío, cuando se vino a vivir a la Puebla, lo hizo justo en frente de mi casa. Tenía un estanco allí. Recuerdo como si lo estuviera viendo ahora mismo, la de veces que encontraba yo a Felipe sentado en el escalón de entrada del negocio de su tío cuando yo salía de casa, que por cierto era un escalón enorme. Era su trono de verano. Felipe se venía todos los fines de semana con sus primos y yo me lo encontraba constantemente. Y así era. Yo salía de casa y lo veía sentado en la puerta del estanco. Desde lejos le daba los buenos días y él cruzaba la calle y hablábamos. O la cruzaba yo. Muchas veces acabábamos reuniéndonos un grupo de chicos allí mismo y formábamos una pandilla. Nos hicimos amigos y él también acabó entrenando con nosotros en Acción Católica.
Aquel escalón de piedra del estanco era nuestro cuartel general, la frontera entre el mundo de los adultos y nuestro propio universo. Olía a una mezcla extraña de tabaco de picadura, a los dulces de anís de la confitería de al lado y al polvo del camino que levantaban los carros. Nuestras conversaciones rara vez iban más allá de lo inmediato: del próximo partido contra el Coria, de a quién le tocaba pagar los refrescos, o de las chicas que empezaban a pasear por la calle Larga por las tardes, haciéndose las interesantes. El futuro era un país lejano que no teníamos ningún interés en visitar; todo lo que importaba sucedía allí, en el calor de aquel escalón, con el murmullo de fondo de la vida del pueblo.
De manera que acabamos siendo compañeros. Felipe tenía un cuerpo algo raro, al menos en aquella época. Era como si tuviese los hombros demasiado adelantados al resto de su cuerpo. Muy extraño. Y también tenía muchísimo vello en el pecho. Era increíble. Nosotros, como los crueles niños que éramos, le pusimos el mote de El Mono de la Confitería. Y eso de “la Confitería” era porque en casa de su tío vivían dos matrimonios. Dos hermanas. Una se casó con el tío de Felipe y montaron el estanco y la otra tenía, justo al lado, una confitería.
El caso es que se unió a nosotros y a nuestra vida futbolística en Acción Católica. Recuerdo la de cosas que llegamos a vivir siendo tan pequeños. Como nos llevaban de un sitio a otro en camión o como íbamos todo el equipo en bicicleta. Era impresionante tantos niños juntos sobre dos ruedas acompañando el coche de Herrera II que siempre llevaba con él a dos o tres compañeros.
El equipo de Acción Católica. Luis agachado el primero de la derecha.
Y continuando con Felipe, todavía recuerdo el día que Rafael el betunero se ahogó en el río. Estábamos en la puerta del estanco Vicente “el respingo” y yo cuando de pronto aparecieron por allí gente diciendo que Rafael el limpiabotas se había ahogado en el caño de Cobano. Ahora mismo no recuerdo cuál fue el motivo, pero salimos corriendo los dos en dirección al caño. Quizás pensamos que todavía no se había ahogado del todo, no sé, pero el caso es que llegamos allí en poco tiempo y nos encontramos con Felipe que se estaba bañando con José González Arteaga. Un buen amigo que tenía Felipe en aquella época y que también podría contar grandes cosas de él. Y sí, también vimos a Rafael flotando en el agua. Muerto. No pude evitar pensar en mi hermano Manuel y en aquella trágica historia familiar que tantas veces había escuchado y enseguida sentí una profunda tristeza.
Nuestro Felipe en la época…
—Nos lo hemos encontrado hace un momento ahí—dijo Felipe—. Mirad dónde está. Si pasa un barco por aquí la corriente se lo llevará y nadie podrá encontrarlo.
—Es verdad—contesté—¿pero qué hacemos?
—Hay que sacarlo.
Ni siquiera lo pensó un segundo. Felipe se acercó hasta el limpiabotas y lo agarró por el cuello de la camisa y tiró de él hacia la orilla.
Poco después llegó la guardia civil y nos estuvieron haciendo preguntas sobre lo que había pasado. Desgraciadamente fue el fin de Rafael
El tiempo pasó y la vida de Felipe cambió muchísimo. Ya de adultos, yo llegué a abrir una papelería en mi casa. Un día estaba trabajando como tantos otros cuando de pronto una de las primas de Felipe entró en mi local con dos señores que me acosaron a preguntas sobre él. Querían saber cómo era, a qué se dedicaba en el pueblo, si se reía, si lloraba, qué comía… buf, era increíble. Resulta que eran periodistas de la revista Interviú y querían saberlo todo.
Y yo, sinceramente, estaba abrumado. Felipe era ahora alguien importante, muy importante y todos querían saber de él y yo no paraba de pensar en nuestros veranos juveniles de diversión y fútbol.
Cuando por fin se marcharon, me quedé un buen rato en silencio, apoyado en el mostrador de mi papelería. El olor a papel y tinta me pareció de repente extrañamente simple. Intenté, con todas mis fuerzas, superponer la imagen que aquellos hombres me habían dibujado –la de una figura pública, importante, analizada hasta el último detalle– con mi recuerdo nítido de Felipe, "El Mono de la Confitería", con su cuerpo raro y su risa fácil. Y no pude. Eran dos personas que habitaban mundos distintos. Comprendí en ese instante que la vida se había llevado al amigo que yo conocí, y a cambio, me había dejado el eco de su nombre en las portadas de las revistas.